Las terapias cognitivo-conductuales son una de las técnicas de intervención psicológica más populares y efectivas, respaldadas por las investigaciones clínicas y aplicada por reconocidos profesionales en el campo como Marisa Hernández Torrijo, psicóloga en Zaragoza con licenciatura especializada en la rama clínica de la ciencia, y con amplia experiencia profesional en el ámbito de los trastornos de la personalidad y de la conducta alimentaria. Los beneficios de esta terapia cognitivo-conductual se circunscriben a la intervención sobre el comportamiento inadecuado del paciente en sociedad, así como “en las creencias y pensamientos disfuncionales que en la mayoría de las ocasiones nos llevan muchas veces a esas conductas inadecuadas”, sostiene Hernández Torrijo.
En este sentido -y aunque también es de gran utilidad frente a patologías como la depresión, la esquizofrenia, los trastornos de la personalidad, los trastornos del sueño, los trastornos sexuales, los trastornos bipolares, las fobias, el abuso de drogas y alcohol o los trastornos de la alimentación-, una de las afecciones que son habitualmente combatidas por las terapias cognitivo-conductuales es la ansiedad, un trastorno relativamente común que se caracteriza, de acuerdo con la definición del portal Guía Salud, por “la presencia de preocupación, miedo o temor excesivo, tensión o activación que provoca un malestar notable o un deterioro clínicamente significativo de la actividad del individuo”. Dada la cotidianeidad de esta patología y sus múltiples formas, se entiende desde los facultativos que en ella se hallan implicados tanto factores biológicos como ambientales y psico-sociales.
Por ello mismo, la terapia cognitiva-conductual supone un gran refuerzo contra el trastorno de la ansiedad gracias a su trabajo sobre la influencia que tienen los procesos mentales y los pensamientos del paciente sobre sus propios sentimientos y sobre su manera de comportarse. El psicólogo, pues, se convierte aquí en una figura similar a la del consejero, que escucha y orienta al paciente a través de un número limitado de sesiones. “Generalmente, al principio suele ser necesario una sesión por semana teniendo ésta una duración mínima de una hora. Posteriormente, según las necesidades de cada paciente, se suelen ir espaciando de forma progresiva en el tiempo, haciendo posible que el paciente ponga en práctica él mismo, su nueva forma de funcionar. Por último, se hace una sesión al mes como seguimiento, durante dos o tres meses para asegurar el correcto funcionamiento del paciente y prevenir futuras recaídas”, indica al respecto la doctora Marisa Hernández Torrijo. Esta prontitud en la obtención de resultados es uno de los rasgos mejor valorados por los clientes, que de media suelen requerir alrededor de una decena o una veintena de sesiones para comenzar a notar variaciones en su conducta y su mentalidad –sobre todo si se compara con el psicoanálisis, que desarrolla la terapia durante años de visitas a la consulta-. No obstante, a pesar de lo que parece indicar toda esta exposición, la terapia cognitiva-conductual no consiste en que el experto le dicte un modelo de conducta al paciente que éste ha de cumplir invariablemente, sino que, como aludíamos con el concepto de consejero, la terapia se orienta hacia la consecución de unos objetivos particulares determinados por el cliente, que se desprenderá de sus reacciones y actitudes no deseadas para aprender a reemplazarlas con otras más acordes a sus necesidades emocionales y de satisfacción personal. O, lo que es lo mismo, a adquirir las herramientas pertinentes para manejar y conducir la vida hacia el puerto que desea.
Cabe decir que, en sentido estricto, la terapia cognitiva-conductual posee muchas variantes -la terapia emotiva racional, terapia racional del comportamiento, terapia del comportamiento dialéctico,…-, que son escogidas por el psicólogo según su criterio particular y según las necesidades psicológicas del paciente. En cualquier caso, estos remedios siguen unas características o unas pautas comunes de aplicación, como la estrecha unión entre pensamientos y conducta, superior en importancia a factores externos como relaciones sociales, situaciones existenciales y eventos en general. Es decir, que la terapia cognitiva-conductual sostiene que todo cambio en el individuo ha de proceder de su interior, y no variando las condiciones que le rodean. De ahí que la relación entre terapeuta y paciente pase, en cierta forma, a un segundo plano en comparación con otras técnicas, puesto que el mayor esfuerzo de curación corre a cargo del segundo. Es, por así decirlo, una alianza en la que uno guía por medio de fórmulas y técnicas y el otro trata de llevarlas a cabo con una participación más activa, donde la única incomodidad o riesgo asociado gravita sobre el hecho de tener que explorar, sin paños calientes y con innegociable honestidad, los sentimientos, pensamientos y experiencias privados que poseen un influjo decisivo en su manera de comportarse y, en definitiva, en su vida diaria.